Síndrome de abstinencia a la nicotina

Me encuentro dejando una adicción. Un trance que mucha gente ha pasado o está pasando. Y es un consuelo saber que hay una salida. Por contradictorio que parezca, no soy capaz de concentrarme sin mis excitantes.  Sin nada que llevarme a la boca, el vacío quema mis entrañas. Una ansiedad desbocada que me impide pensar. Como adictivo, dicen que la nicotina es incluso más fuerte que la cocaína. Llevaba 20 años de mi vida enganchada, los 11 primeros a través del tabaco, y los 9 siguientes, en forma de comprimidos.
Había llegado a un punto en el que siempre tenía un trozo de pastilla debajo de la lengua, disimuladamente. Y nadie se enteraba. Podía hablar, beber o incluso dormir con ella. Los pocos momentos sin nicotina eran para comer o, si acaso, besar. Más que una compulsión, una locura.
Ahora toca subirme por las paredes, llorar y patalear. Desviar la atención de la ausencia, ocupar la mente, respirar hondo y esperar. Algo tan poco romántico como dejar que el tiempo pase, algo de lo que huyen los poetos.
Ahora tocar mirar a la bestia de frente, a las cuencas de los ojos. Y aguantar el tipo, con los puños apretados.

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